Nunca cerrar los ojos*

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Los estudiantes que protestan en Nicaragua están devolviendo al país la moral perdida

Sergio Ramírez

Jamás antes la doble condición que siempre he defendido en mí mismo, la del escritor y el ciudadano, se hizo tan patente como el mediodía del 23 de abril cuando subí a la cátedra del paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares para pronunciar mi discurso ritual tras recibir de manos del rey de España el Premio Cervantes.

Por varios días jóvenes estudiantes indefensos que protestaban en las calles de Managua y otras ciudades de Nicaragua habían sido agredidos por fuerzas policiales y de choque, y muchos habían resultado asesinados, en una cuenta que aún sigue creciendo, decenas de ellos apresados y muchos desaparecidos.

Era una represión desaforada, que el mundo estaba conociendo de primera mano no solo a través de las informaciones de prensa, sino de las imágenes que se multiplicaban en los videos filmados por los teléfonos celulares, estremecedoras, entre ellas la del periodista Angel Hernando Gahona, muerto de un balazo en la cabeza en Bluefields.

Del otro lado del Atlántico, lleno de estupor e impotencia, y también de admiración, veía como los jóvenes, desarmados, se multiplicaban en un levantamiento multitudinario que era ante todo ético. Le estaban devolviendo al país la moral perdida, o silenciada por el miedo, despertándolo de un sueño anestesiado.

Somos más bien testigos de cargo; nuestro oficio es levantar piedras y si debajo lo que hallamos son monstruos, no es nuestra culpa

Había preparado mi discurso con anticipación meditada y entre los temas que iba a desarrollar estaba ese, el del escritor que es también ciudadano y no debe callar. Qué incongruencia habría sido ignorar ese despertar moral, esa lección de civismo que los jóvenes nos estaban dando a todos, devolviendo a Nicaragua la esperanza de que la vida democrática, con libertades plenas, es posible; que es posible derrotar las mentiras oficiales que prometen felicidad a la fuerza, administrada desde arriba.

Entonces, la noche antes escribí una breve introducción a mi discurso, la imprimí y la puse por delante de las hojas preparadas. Y al salir la mañana del lunes hacia Alcalá, me coloqué en la solapa el lazo negro que una muchacha emigrante de algún lugar de Nicaragua me había dado ese domingo cuando asistí con Gioconda Belli al acto de protesta en la Puerta del Sol.

“Permítanme dedicar este premio a la memoria de los nicaragüenses que en los últimos días han sido asesinados en las calles por reclamar justicia y democracia, y a los miles de jóvenes que siguen luchando, sin más armas que sus ideales, porque Nicaragua vuelva a ser República”, empecé. Y supe entonces que todo lo que diría sobre mi escritura tendría sentido.

Que si bien escribo entre cuatro paredes, lo hago con las ventanas abiertas, porque como novelista no puedo ignorar las anormalidades constantes de la realidad en que vivo, tan desconcertantes y tornadizas, y no pocas veces tan trágicas pero siempre seductoras.

Que a ese paisaje iluminado y a la vez lleno de sombras, desolado y a la vez lleno de voces recurro, en busca de los humildes personajes que lo pueblan, cada uno cargando a cuestas sus pequeñas historias, víctimas tantas veces del poder arbitrario que trastoca sus vidas, el poder demagógico que divide, separa, enfrenta, atropella. Ese poder que no lleva en su naturaleza ni la compasión ni la justicia y se impone por tanto con desmesura, cinismo y crueldad.

Que el vasto campo de La Mancha es el reino de la libertad creadora. Que un escritor fiel a un credo oficial, a un sistema, a un pensamiento único, no puede participar de esa aventura diversa, contradictoria, cambiante, que es la novela. Porque una novela es una conspiración permanente contra las verdades absolutas.

Que los caudillos enlutados antes, caudillos como magos de feria hoy, disfrazados de libertadores, ofrecen remedio para todos los males. Que las fosas clandestinas se siguen abriendo y los basureros siguen siendo convertidos en cementerios.

Que cerrar los ojos, apagar la luz, bajar la cortina, es traicionar el oficio. Que todo entrará sin remedio en las aguas de la novela. Y lo que calla o mal escribe la historia, lo dirá la imaginación, dueña y señora de la libertad, “por la que se puede y debe aventurar la vida”, pues no hay nada que pueda y deba ser más libre que la escritura, en mengua de sí misma cuando paga tributos al poder el que, cuando no es democrático, solo quiere fidelidades incondicionales. Que somos más bien testigos de cargo. Que nuestro oficio es levantar piedras, como decía José Saramago; y que si debajo lo que hallamos son monstruos, no es nuestra culpa.