Por Carlos Martínez
Viernes 2 de noviembre. Hace trece días que la avalancha imparable de migrantes se abre camino por México, arrollando —hasta hoy— cuanto obstáculo encontró a su paso.
Resulta asombroso ver tanta fuerza junta atravesando ríos, garitas migratorias, caminos candentes y cercos policiales. Pero no es lo único sorprendente: esta caravana está conformada por miles de hombres de algunos de los lugares más violentos del mundo; por miles de mujeres que también vienen de ahí, que duermen a merced de los elementos, junto a centenares de pequeños niños, niñas, de adolescentes haciéndose adultos en el camino. Están cansados, la comida escasea, hay que hacer filas enormes para obtener un plato que siempre será incapaz de domar el hambre que arrastra esta romería que lleva ya 21 días desde que salieron los primeros de San Pedro Sula, Honduras. Deben dormir cuerpo a cuerpo, disputándose el suelo mínimo de un parque, de una acera. Se levantan de madrugada a volver a competir: por agua, por un espacio en un remolque, por un trocito de sombra. Y hasta el domingo 28 de octubre no había brillado el filo de una sola navaja, de un solo machete. No habían ocurrido motines desbordados, no había crujido una trompada.
Pero ese día, a decir verdad, sí crujieron algunas. Varias decenas, para ser francos, y otras tantas patadas. Pero hay que decir también que en una sola ocasión, y todas dedicadas al mismo tipo.
Mientras la caravana se estacionaba en San Pedro Tapanatepec, Oaxaca, una multitud hacía fila para obtener algo de cenar, con los consabidos empujones y arrebatos normales. En medio de aquel apretujamiento, Denys, uno de los “chalecos verdes” –equipo coordinador de la caravana– reprendió a un muchacho guatemalteco que intentaba saltarse el orden de espera. Al muchacho no le hizo gracia y Denys le repitió la instrucción, molesto, megáfono en mano, y el guatemalteco se le echó encima. Fue un error.
Entonces pasó una de esas cosas que nacen sin madre ni padre: alguien expandió el rumor de que ese guatemalteco –ese en particular– era un ladrón de niños y que justo en aquel momento, según dijo ese alguien, se acababa de robar a uno. En segundos, aquella voz se hizo verdad y se hizo odio. La turba lo arreó a patadas, a botellazos, a puñetazos. Descargaron sobre el tipo todo el calor, toda el hambre, todo el hastío, todo el miedo. Un rumor casi lo mata. Consiguió escapar de la tormenta que lo vapuleaba metiéndose debajo de una banca del parque, donde la multitud lo siguió azuzando a pescozones y arañazos. De no ser porque el doctor Manuel Valenzuela –bajo el único amparo de su chaleco verde– saltó en medio del linchamiento para pedir clemencia, el guatemalteco no la habría contado. Finalmente fue entregado entero a las autoridades municipales que lo sacaron del parque en medio de una lluvia de proyectiles.
Nadie se había robado a ningún niño.
El ambiente quedó rumoroso y delicado. Gina Garibo, la cara más visible entre los coordinadores de la caravana, junto al resto del equipo, decidió que lo mejor sería estacionar la marcha un día más en San Pedro Tapanatepec, para reflexionar y calmar los ánimos.
“¿Te imaginas qué hubiera pasado si lo linchan? ¿Te imaginas?”, dijo para sí misma Gina Garibo, dos días después, exhalando una bocanada de humo de cigarro mentolado. Pero la calma para ella es un estado efímero: en ese momento, uno de los miembros del comité de seguridad –enfundado en su chaleco– llevó ante ella otro caso: una familia viajaba con su machete, objeto prohibidísimo por obvias razones. Garibo instruyó que el machete fuera entregado a la policía, sin que se dijera a quién le pertenecía, y explicó a la familia que debía quitarles su propiedad. Entonces apareció otro caso: el de unos voluntarios que, a merced de la autoridad que confiere el chaleco verde, se habían dedicado a pedir dinero. “Quítenles los chalecos”, ordenó Garibo sin tener que pensarlo mucho. Y volvió a su cigarro, a sonreír achinando los ojos al punto de desaparecerlos. “¿Te imaginas?”, repitió dos días después de aquel conato de linchamientoo, con la caravana sana y salva y montando el campamento en Santiago Niltepec.
En aquel momento, la desesperación y el hambre, la urgencia de ver pasar kilómetros bajo los pies sin que la meta esté mucho más cerca -faltan más de 3,000 kilómetros hasta Tijuana, frontera con Estados Unidos-, no habían roto ningún cauce. Había esperanza flotando en el ambiente. Soñaban con acortar el camino, viajando en autobuses que los trasladarían a la Ciudad de México. Pero con el paso de los días, la caravana se acerca al borde de sí misma.
La caravana no sabe de política
La marcha de los migrantes no hizo buenas cuentas con el timing político. Donald Trump, presidente de los Estados Unidos, anunció que movilizaría 15 000 soldados a la frontera sur de su país, para evitar que la Caravana de centroamericanos pobres invada al país más poderoso del mundo. Cuando esas tropas lleguen –si llegan todos– habrá más militares de los que hay en Irak y Siria juntos. Más la policía fronteriza, con sus drones y sus cercas y sus radares y sus sensores de movimiento. Más algunos rancheros que se organizan para hacer su safari privado de migrantes.
Trump ha decidido que estos migrantes deben ser una preocupación nacional. Ha repetido que ninguno de los países de origen son amigos del suyo y ha soltado una bandada de amenazas del río Bravo para abajo, prometiendo eliminar cualquier ayuda económica que los Estados Unidos brinde a México, Guatemala, Honduras y El Salvador, si esos países no consiguen convencer a sus ciudadanos de que no se larguen en masa.
Algunos medios estadounidenses han acusado al presidente de usar la caravana como un cuco, para acicatear el sentimiento xenófobo de sus votantes y así mejorar sus números en las elecciones del 6 de noviembre, en las que se decide el control del Congreso federal. Como cereza de sus proyectos, Trump también anunció que eliminaría la disposición constitucional que convierte en ciudadanos a todas las personas que nazcan en Estados Unidos. Palabras más, palabras menos, la idea es evitar que los hijos de esa chusma que viene llegando puedan ser tan “americanos” como las blancas bases del presidente. Anunció además, mientras la caravana apenas derrapa en el sur mexicano, que consideraría las piedras como armas de fuego y que autorizaría a sus tropas a responder en consecuencia, con balas. A cada kilómetro que avanza la caravana, suben de tono las amenazas de Trump.
En México, las cosas tampoco son sencillas. El gobierno actual tiene los días contados. 29 para ser exactos. Sobre sus espaldas pesa la presión diplomática –y no tan diplomática– de su vecino del norte para detener a los migrantes.
Por otro lado, para el presidente Enrique Peña Nieto no es una buena foto de salida la de unos agentes federales aporreando a una multitud de desarrapados, en la que viajan miles de mujeres, niños y bebés de pecho. Pero tampoco se puede permitir –se supone– quedar como un pelele del que se burla precisamente un puñado de desarrapados, cargando niños y bebés de pecho. Desde que la caravana atravesó su frontera en Ciudad Hidalgo, hace ya 12 días, Peña Nieto ha emitido tres comunicados oficiales: en los primeros dos, advierte que no podrán atravesar su país si no llevan los papeles en regla, aunque ya lo atraviesan En el tercero, con los centroamericanos subiendo como hormigas por las faldas de México, les presentó el plan “Estás en tu casa”, donde les prometía que si dejaban de caminar hacia el norte y permanecían en los estados de Chiapas y Oaxaca, les otorgaría papeles temporales de residencia y trabajo, pero los migrantes van ya por Veracruz. La Caravana abominó la invitación. Entonces, el presidente envió un contingente de agentes federales para impedirles el paso.
Por la madrugada del día del 27 de octubre, un contingente de cientos de policías federales mexicanos llegó sigilosamente al puente Las Arenas y se instaló a lo ancho de la súper carretera que conecta los estados de Chiapas y Oaxaca. Formaron cuatro filas sólidas de agentes resguardados por escudos y trajes protectores y ahí, en la oscuridad de las 3 de la madrugada, esperaron a la caravana de centroamericanos. Las comisiones de derechos humanos de ambos estados se enteraron del cerco antes de que la marcha se estrellara con los federales y corrieron a crear una barrera humana que los separara.
La explicación oficial de la Policía Federal fue que estaban ahí, justo en ese puente, justo a esa hora de la madrugada, para explicar a la gente los beneficios del plan “Estás en tu casa”, que había sido anunciado por Peña Nieto el día anterior. Al cabo de unas horas, los policías se fueron como llegaron. Y la marcha marchó como lo hace desde hace semanas.
Los funcionarios de Derechos Humanos que acompañan la avalancha humana consiguieron obtener un acuerdo de ambas partes: el Gobierno Federal y los migrantes designarían sendas comisiones de negociación. El Gobierno quería hablar en Oaxaca; los centroamericanos, en la Ciudad de México. Al cabo de seis días no ha habido más comunicación entre el Gobierno y la marcha.
El gobierno venidero, dirigido por Andrés Manuel López Obrador, no ha dicho esta boca es mía. Fuentes cercanas al presidente electo confiaron a El Faro que el nuevo mandatario piensa mantenerse así hasta asumir su mandato. López Obrador cree, según las fuentes, que no existe la posibilidad de decir nada –en ninguna dirección– que no le genere un problema prematuro.
Los gobiernos de El Salvador y Honduras ven intrigas políticas en cada viajero. Sospechan –dicen que sospechan– de misteriosas manos peludas que mueven la voluntad de miles desde las sombras.
En la frontera entre Chiapas y Guatemala, siguen llegando nuevas caravanas, inspiradas en el nuevo modelo migratorio patentado por la primera romería. Un helicóptero de la armada mexicana realizó un vuelo rasante sobre el río Suchiate, para aterrorizar a los centroamericanos que lo atravesaban a nado. Más agentes federales, más humos lacrimógenos, más bebés espantados, nuevas hormigas congregándose para subir en masa hasta la capital mexicana.
Ese explosivo rebaño, ese ejército de alas rotas, ese enjambre de espantos cucos pobres bebés hombres mujeres, esa enorme cicatriz que avanza, está pastoreada por gente como Gina Garibo, como Denys Contreras, como el doctor Manuel Valenzuela.
Los Chalecos Verdes
La mayor parte de los coordinadores de la caravana son voluntarios de la organización Pueblos sin Frontera, cuyo director, Irineo Mujica, se ha encadenado a un poste frente a las oficinas de Migración, en Tapachula, donde se niega a comer como protesta.
Hace 15 años, Irineo Mujica fundó esta organización, cuyo trabajo es velar por los derechos de los migrantes. Pueblos sin Frontera (PFS) ha emprendido varias peregrinaciones de migrantes y las ha acompañado a lo largo de su recorrido por México, para orientarlas en el camino, enseñándoles a mantenerse en bloque. Pero esta marcha en particular no fue organizada por ellos.
La primera cara visible de la caravana fue un ex periodista y ex diputado de izquierda hondureño, llamado Bartolo Fuentes, que encendió la chispa que desencadenó toda esta esta crisis internacional. Fuentes colgó en su Facebookpersonal una invitación para salir en bloque desde la terminal de San Pedro Sula. Al principio se sumaron 200, que se convirtieron en 1 200 antes de atravesar la frontera con Guatemala, y que ha ido creciendo sin parar durante todo el recorrido, engordando mientras camina por el norte centroamericano. Pero a Fuentes, la Policía guatemalteca lo arrestó y lo acusó de haber entrado de forma irregular a su territorio. Fuentes no llenó la hoja migratoria que se pide en las aduanas centroamericanas. Casi nadie lo hizo en realidad. Pero a él lo deportaron antes de que consiguiera llegar a la capital. Con su detención, la caravana se quedó sin una sola voz que la representara. Actualmente, Fuentes se ha refugiado en El Salvador. Dice temer que el gobierno hondureño lo aprese por haber iniciado el éxodo.
La marcha se precipitó por instinto hasta la frontera de Tecún Umán, acéfala, guiada nada más por la voluntad colectiva de abandonar Centroamérica. Entonces la Policía mexicana arrestó a Irineo Mujica, que había organizado una manifestación en solidaridad con los migrantes que se acumulaban en la aduana mexicana de Ciudad Hidalgo, frontera con Guatemala. Lo acusaron de generar desórdenes públicos, de haberse resistido al arresto y de haber dañado propiedad federal. Todo esto antes de que La Caravana pusiera un pie en territorio mexicano.
Los activistas de Pueblos sin Frontera no habían llegado al sur de México para sumarse a la marcha. Habían llegado ahí para organizar protestas por el trato que las autoridades de migración dan a los solicitantes de refugio. Pero al ver aquel torrente desbocado, tan sin ruta, tan sin brújula, decidieron sumarse. Entre los voluntarios estaba Denys Contreras.
Cuando la caravana apenas estaba estacionada ante la aduana mexicana, sobre el puente fronterizo de Tecún Umán, Contreras –sin camisa–, subió al techo de lámina de la estación fronteriza y gritó a la multitud para que desconfiara de las promesas de las autoridades mexicanas. En cambio, les dijo, debían cruzar el río Suchiate en balsa, a menos de que quisieran quedar detenidos en Tapachula. Tenía razón. Gran parte de los que aceptaron someterse a los procesos legales en aquella aduana, siguen detenidos en una estación migratoria improvisada de Tapachula.
Contreras fue, como todo este caudal de gente ahora mismo, un migrante hondureño queriendo llegar a Estados Unidos. El 6 de enero de 2010, el cártel de los Zetas lo secuestró en Coatzacoalcos, Veracruz, junto a un grupo de migrantes. Lo trasladaron a Córdova, municipio del mismo estado, donde lo torturaron, por considerar que era el coyote del grupo. Muestra las cicatrices en sus dedos como prueba y dice que aquellas 48 horas fueron “las más tristes” que ha conocido. Para su fortuna, un helicóptero sobrevoló la casa de secuestros y sus captores se dieron a la fuga. “Cuando se fueron habían dejado un cadáver y nosotros estábamos amarrados. Un guatemalteco se soltó y nos desamarró a todos. Mis manos estaban deformes y mi cara estaba gruesa, gruesa”, recuerda. Jamás consiguió llegar a su destino. Se estableció en Tijuana, donde vive de vender champurradas y burritos durante la alocada madrugada de esa ciudad fronteriza. En Tijuana conoció a Pueblos sin Frontera y decidió sumarse como voluntario para compartir su experiencia en el camino con otros centroamericanos. Contreras experimentó lo que han vivido miles de migrantes cuando migran por México de forma normal, sin ser parte de una avalancha humana.
En abril de este año guió a una caravana de más de 1 000 personas hasta la frontera con Estados Unidos. Fue el sexto “viacrucis” que acompañó a través de México, pero el primero en pasar de la capital. Esta es la séptima vez que realiza el recorrido y asegura que nunca había visto una multitud como esta. Conoce el camino como la palma de su mano. Es bajito, recio, tiene los ojos de un amarillo turbio y una propensión a treparse a las cosas para hablar a la multitud. Lleva siempre un megáfono y las venas del cuello se le inflaman cuando habla.
Irineo Mujica fue dejado en libertad a condición de no abandonar el estado de Chiapas, donde debe concluir su juicio. Acompañó la marcha hasta Arriaga, la última estación de la caravana en el estado mexicano del que no debe pasar. Mientras pudo seguir la marcha, se convirtió en la voz política de la caravana: exigió diálogo con las autoridades federales, coordinó la llegada de alimentos y albergues y se convirtió en la cara visible de la marcha. No es la primera vez que se encadena a un poste, en huelga de hambre, para protestar contra las autoridades migratorias. En 2010 estuvo encadenado casi hasta el límite del infarto, con ocho años y algunas libras menos. Es hijo de padres mexicanos, pero estadounidense por nacimiento.
Mujica ha conformado un ejército de voluntarios: estadounidenses, centroamericanos y mexicanos, poseedores de distintos talentos. El año pasado, en medio de una peregrinación, conoció a una estudiante de doctorado, que acompañó la marcha hasta ciudad de México y la convenció de sumarse a la organización. Su nombre es Gina Garibo.
Garibo es mexicana, oriunda del estado de Guerrero, socióloga, tiene 30 años, es profesora en la Universidad Iberoamericana de Puebla y lidia con su tesis doctoral. Su investigación, titulada según la circunspección que la academia demanda “Imbricación del sistema patriarcal con el control fronterizo…” pretende establecer patrones diferenciadores, ventajas y desventajas propias de las mujeres migrantes.
Se sumó a la caravana hace siete días, en Mapastepec, Chiapas. Tiene un don natural de liderazgo y un manejo bien asimilado del lenguaje inclusivo: “Todos y todas tenemos que decidir…”; “Hay que tener solidaridad con el otro y con la otra”. Ante la ausencia de Mujica, es quien coordina las asambleas nocturnas, donde la masa vota a mano alzada hacia dónde seguir, o a qué horas levantarse y se informa de las eventualidades más relevantes del día. También es a quien todos ven cuando las cosas comienzan a complicarse
Subida en una silla, enfundada en su gorra y su eterna camiseta negra, había conseguido un micrófono en San Pedro Tapanatepec:
“¿Quién decide que nos vayamos mañana en la madrugada?”, preguntó. Y la multitud gritó en un coro sin dirección: “¡vámonos, vámonos!”.
Pero Garibo no estaba convencida: “Les invito a que pensemos en las mujeres, los niños y los adultos mayores que vienen muy cansados y que tienen los pies con llagas. Recuerden que la unidad de esta caminata es muy importante, nuestra unidad es poder y no podemos tener a las compañeras dañadas de sus pies sin que nos importe. Lo que les pasa a ellas nos pasa a todos”. Caos. Voces que gritaban de todo en todos los tonos. Desconcierto. Prevalecieron finalmente las voces juveniles que insistían en que había que levantar el campamento.
Gina Garibo, insistió: “Si la mayoría, la mayoría de hombres, está decidiendo que salimos mañana, tenemos que llegar a un compromiso: cada uno de los primeros aventones van para mujeres y niños”. Griteríos de aprobación. Se sumaron voces de mujeres.
“He visto a muchos hombres trepados en las camionetas y les vale que las mujeres estén caminando y cargando a los niños y eso no es justo, eso no es solidaridad, 1 200 personas tienen sus pies muy dañados para continuar mañana”, dijo Garibo, pero la voluntad de la mayoría es implacable. Así que ella sentenció: “Si continuamos es un compromiso y deben tener palabra, los aventones son para mujeres y niños, y si hay un solo hombre, un solo hombre en los aventones, no vamos a salir”. Las mujeres aúllan en aprobación, la aclaman.
El asesor de tesis espera que Garibo le entregue una. La universidad espera que siga dando las clases de sociología y en la caravana las cosas se ponen oscuras. Los reportes de las brigadas médicas dicen que el cien por ciento de niños –todos los niños– están enfermos. Todos los niños enfermos. Otra vez: todos, los incontables bebés de semanas, niños que viajan pegados a la teta cansada de sus madres; niñas obligadas a caminar distancias cruentas, cuyas rodillas se doblan en el asfalto maligno de las carreteras, niños que apenas entienden que huyen… están enfermos. Todos. Y la gente mira a Garibo.
El doctor Valenzuela no da abasto. Dejó de atender gripes hace rato. Teme que los niños se le mueran, secos como pasas, quemados por el sol. Teme que tanta juntura provoque una epidemia de cólera y solo lleva consigo una mochila de medicinas que le desaparecieron de las manos.
Aunque las municipalidades han puesto unidades médicas y la Cruz Roja monta carpas para pinchar ampollas, curar pies heridos, ofrecer pastillas y sueros, el doctor Valenzuela es el único médico que se involucra en otras lides.
Durante la salida de Juchitán de Zaragoza, hacia Matías Romero, en Oaxaca, el doctor Valenzuela detenía los autobuses que entraban en Juchitán y convencía a los pasajeros de abandonar el vehículo; convencía al chofer de que diera media vuelta, cargado de migrantes, de que los llevara hacia Matías Romero y de que no cobrara nada. Convenció a varios. Para ayudarlo, una cooperativa de mototaxis –Los Mártires– puso a disposición sus unidades para transportar, hasta sus casas, a los pasajeros locales que accedieran a abandonar los buses. El doctor Valenzuela se encargaba de que sólo abordaran mujeres con niños.
Tiene abandonado su propio consultorio médico en El Paso, Texas. Más temprano que tarde deberá abandonar la marcha.
Hay más, hay muchos más. No todos son miembros de PSF: Ian Philabaum, es de San Diego, y está aquí para ver con sus ojos el número de gente que viaja. Se ha impuesto la misión de conseguir un ejército de asesores legales para explicar a la caravana, en sesiones individuales, sus posibilidades de conseguir asilo en Estados Unidos. Francis Suazo es dominicano. Se ha adjudicado la tarea de ayudar a organizar este rebaño, grita en un megáfono, recopila instrucciones y luego las vocea ente la masa. Él es un migrante buscando una visa humanitaria. Son muchos, pero la mayoría de ellos tienen sobre sus espaldas la cuenta regresiva de sus vidas cotidianas: un despacho médico, una orden de restricción de un juzgado de Tapachula, una tesis, unos alumnos. Y también a una caravana cansada, harta, herida.
La Caravana contra La Caravana
Anteayer, 31 de octubre, Garibo creía haber atrapado la esperanza por la cola. Había gestiones para movilizar a toda la marcha hacia la Ciudad de México en autobuses, achinaba los ojos y repetía, quizá también para ella: “Hay gestiones, hay gestiones”, como un mantra benéfico.
Garibo albergaba la esperanza de convencer al gobierno de Oaxaca y al de Ciudad de México para que patrocinaran cerca de 100 autobuses, con su respectivo combustible y chofer, y sacaba cuentas alegres: “En tres días podríamos estar en Ciudad de México”. Podrían evitar la peligrosa carretera que sube la sierra oaxaqueña, con sus curvas serpenteantes, con su clima frío, con su pendiente extenuante. Podrían evitar caminar por Veracruz, lugar de asaltos y de secuestros masivos cometidos por los más temibles cárteles; de gobiernos tan corruptos, tan corruptos, que son capaces de indignar al resto de gobiernos mexicanos. Podrían iniciar unas jornadas médicas profundas, podrían comenzar con la asesoría jurídica. Podría también volver el domingo a su tesis y el lunes a ser maestra de sociología, al menos hasta que la marcha decidiera qué hacer… podría, podría…
Mientras tanto, los voluntarios de PFS organizaron la elección de representantes de la caravana por aclamación popular entre los miles que viajan. Los candidatos debieron apuntarse en una lista y enfrentarse al gusto masivo. Se eligieron ocho personas: cuatro hombres, tres mujeres y un miembro de la comunidad LGTBI, que exigió su espacio de representación y pidió ser considerado candidato.
Quienes han sido hasta ahora las caras visibles, tienen por delante un trabajo difícil para hacer un traspaso de liderazgo hacia esos ocho representantes. ¿Cómo se convence a una multitud que cambie la dirección de la mirada, de la confianza, de un día para otro? Garibo, como todos los voluntarios de PSF, duermen en los albergues, sobre mantas precarias tiradas en el suelo, como un migrante más. Comen lo que llega de donaciones, se levantan antes que el resto, barren, usan los baños portátiles nauseabundos que usa todo mundo. Aún, cuando suenan las alarmas, la marcha busca a los mismos.
“Nunca hubo ninguna posibilidad. Jamás existió la posibilidad de que los gobiernos de Oaxaca ni de Ciudad de México apoyáramos con transporte. Sería ir en sentido contrario de la decisión del gobierno federal”, dice una fuente del gobierno de la capital mexicana. “Por hoy no tienen otra alternativa que caminar”, puntualiza.
Anoche, 1 de noviembre, la esperanza de encontrar un atajo se había desvanecido. Sobre el campamento montado en Matías Romero orbitaban unas tinieblas pesadas y un ambiente denso. Varios jóvenes desobedecieron la prohibición de emborracharse y de fumar marihuana. Algunos se apoderaron de los cuartos de un hotel abandonado. Entre ellos, dijo la Policía, unos jóvenes se liaron a navajazos en la oscuridad de aquel edificio. Todos tosen, les gotean las narices, están famélicos. Entonces llovió.
El enorme campo deportivo sobre el que montaron carpas y plásticos se convirtió en lodo, que se mezcló con el rebalse de los baños portátiles, y el ánimo se asemejaba a aquel barrizal cruel y maloliente. El campamento se deshizo. Algunos cuestionaban las decisiones tomadas por los líderes. Valoran abandonar la caravana y seguir por su cuenta. La masa se regó por toda la ciudad, por aceras, parques, y bajo cualquier sitio que ofreciera de techo un bordillo que les resguardara. Dejaron de ser masa.
Los coordinadores decidieron que el día siguiente se avanzaría apenas 40 kilómetros, hasta un pueblo llamado Donaji, en la frontera con Veracruz, pero siempre en territorio de Oaxaca. De manera que al día siguiente, 2 de noviembre, de forma ordenada, con las luces del alba, se ingresara en Veracruz. Ese movimiento implica rechazar la oferta del Gobierno federal, y retar la paciencia del presidente Peña Nieto, que bastante retada ha sido ya.
Pero esta mañana, por primera vez, la caravana desobedeció. Siguió de largo hasta Acayucan, Veracruz, saltándose las previsiones de los coordinadores, hartos de desperdiciar gran parte del día estacionados, caminando al ritmo de los más lentos. Faltan cientos de kilómetros para la Ciudad de México, cientos de peligros y de espantos aguardan a una romería cada vez más indomable, con los ánimos más flojos.
Garibo ya no achina más los ojos.