Por Kirk Semple
Afuera de la oficina de pasaportes nicaragüense siempre hay una fila; a toda hora hay cientos de personas esperando con documentos y carpetas color manila en la mano. La fila se empieza a formar desde antes del amanecer y la demanda es tan grande que incluso ha generado una industria artesanal en la capital del país: algunas personas pasan la noche en la acera y le venden su lugar al mejor postor entre aquellos que buscan ingresar a la oficina.
Es una de las muchas señales de que algo está muy mal en Nicaragua.
Ante una violenta crisis política que ha arruinado la economía y se ha convertido en un reto para la permanencia en el poder del presidente Daniel Ortega, la gente ha huido del país de forma masiva.
“Es una realidad terrible”, dijo Miltón, de 36 años, quien estaba entre los últimos de la fila y pidió que no se publicara su apellido por temor a represalias por parte del gobierno. “El país no es sostenible”.
La situación en Nicaragua estalló el 19 de abril, cuando el gobierno de Ortega anunció cambios al programa de seguro social y desató protestas nacionales que se tornaron violentas. Los manifestantes se enfrentaron con las fuerzas de seguridad y establecieron barricadas a lo largo del país, algo que derivó también en fuertes frenos al comercio.
Defensores de los derechos humanos aseguran que por lo menos trescientas personas —y quizá hasta más de 450— han sido asesinadas y que miles más han resultado heridas desde que empezaron las protestas; asimismo, señalan que la mayoría de los muertos eran manifestantes que fueron baleados por policías o por paramilitares vinculados a las autoridades.
El gobierno también ha torturado y ha hecho detenciones arbitrarias para frenar la disensión, según oficiales de la Iglesia católica e integrantes de la oposición, que abarca desde estudiantes a líderes empresariales enfurecidos por la mano dura del gobierno.
La Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos (ANPDH) dijo que alrededor de seiscientas personas, principalmente opositores del gobierno, han sido secuestradas y que cientos más están desaparecidas.
A causa de la represión del gobierno se ha reducido la cantidad de protestas callejeras, que en algún momento se daban diariamente; ahora, de vez en cuando, hay una marcha pacífica. Pero la crisis está en una nueva fase de alterta constante y de incertidumbre sobre qué podría suceder, lo que ha paralizado a algunos.
“Es una zozobra total”, dijo el monseñor Carlos Avilés Cantón, el vicario episcopal de la arquidiócesis de Managua. “Despertarse cada día y preguntar: ‘¿Cuántos muertos?’. Muerte, muerte, muerte. Eso es lo que te hace sentir triste”.
Un intento de diálogo entre el gobierno y la oposición se desmoronó en julio, lo que alejó la posibilidad de una solución política. El gobierno ha seguido persiguiendo y encarcelando a opositores y muchos observadores, incluida la ONU, están preocupados de que una nueva ley antiterrorismo sea usada para criminalizar a la disidencia y a quienes se han manifestado de manera pacífica.
“Estamos en una etapa muy dura”, dijo Álvaro Leiva, director de ANPDH. “Es la etapa de la represión”.
Cientos de líderes opositores se han recluido o han dejado el país. Leiva dijo que integrantes de su equipo han sido amenazados —aunque no queda claro por quién— y fueron forzados a mudarse de sus hogares y a pasar las noches en casas de refugio.
Ortega, quien ha rechazado las demandas de la oposición de dejar el cargo o de realizar elecciones anticipadas, ha realizado un bombardeo propagandístico; le ha dado entrevistas a varios medios internacionales en los que sugiere que la culpa por la sangre derramada es de otros y ha buscado promover el mensaje de que el país ha regresado a la normalidad.
Pero incluso algunos de los aliados más cercanos de Ortega reconocen que Nicaragua está hecho un desastre. En entrevista con The New York Times a finales de julio, Paul Oquist, el ministro de Políticas Públicas y secretario particular de Ortega, reconoció que hay cierto miedo e incertidumbre entre ambos bandos de la sociedad nicaragüense.
Parecía estar particularmente preocupado por el daño que ha sufrido la economía del país, que calificó como “enorme”.
“Habrá que ver qué se puede rescatar”, dijo.
Decenas de miles de trabajadores han sido puestos en cesantía temporal o han sido despedidos. Miles de empresas han cerrado sus puertas. La inversión extranjera directa se ha frenado y el crédito es casi inexistente.
La industria turística también ha sufrido despidos generalizados a medida que se reduce la llegada de visitantes internacionales y las aerolíneas extranjeras recortan sus vuelos hacia el país. Alrededor del 80 por ciento de los hoteles pequeños de Nicaragua —que usualmente proveen la mayor parte del hospedaje— están cerrados, al igual que un tercio de los restaurantes, según Lucy Valenti, presidenta de la Cámara Nacional de Turismo de Nicaragua.
“Lo primero que buscan los turistas es la seguridad”, dijo. “Y no podemos garantizar que encuentren seguridad en Nicaragua”.
En la ciudad de Granada, hasta hace algunos meses la joya de la industria turística, las calles coloniales solían estar repletas de visitantes extranjeros camino a las iglesias, a bordo de carruajes o relajándose en los cafés. Pero una tarde hace algunos días no había ni un solo turista a la vista.
Osman Guadamuy, melancólico en su carruaje en la plaza central, dijo que el negocio nunca había sido tan malo. En una semana solo fue contratado una vez por turistas; una pareja mexicana que quería un recorrido por la ciudad.
Dijo que si vendía sus caballos quizá podría mantener a su familia durante lo que queda del año, pero que después de eso muy posiblemente se verían forzados a emigrar hacia Costa Rica.
La decadencia de la situación en Nicaragua se vuelve particularmente evidente durante las noches, sobre todo en Managua y otras ciudades, cuando el temor a las fuerzas paramilitares y a los criminales que se han querido aprovechar del desorden hace que casi todos se quedan dentro de sus casas.
Los negocios empiezan a cerrar a mitad de la tarde y los empleados se van rápido a casa. Para el atardecer, los restaurantes y bares lucen a oscuras y empieza un toque de queda autoimpuesto.
“Nos sentimos como prisioneros en nuestros propios hogares”, dijo Xochitl Aguirre, gerenta general del Hotel Plaza Colón en Granada.
En toda Nicaragua las vidas han dado un giro de 180 grados. A principio de este año, Laura Flores tenía un negocio de yoga en auge y una empresa para paisajismo. Luego se desataron las manifestaciones.
Casi todos sus clientes de yoga huyeron del país, al igual que sus amistades cercanas. La empresa de paisajismo se quedó sin clientes y, conforme empezaron a aumentar las muertes, Flores empezó a temer más por su propia vida.
“Mi independencia se fue al carajo”, dijo. Ahora busca reunirse con familiares que viven en Estados Unidos.
El levantamiento contra Ortega se dio tan rápido que aparentemente sorprendió a todos, incluso a la oposición.
“Cuando fui a la universidad y vi la barricada por primera vez, dije: ‘Nunca imaginé que íbamos a estar acá en Managua peleando contra la policía’”, contó Harley Morales, de 26 y uno de los líderes estudiantes de la alianza opositora. “Nunca lo imaginé”.
Morales ahora está recluido, como muchos otros líderes opositores. El temor a las represalias es algo que toda la población nicaragüense siente, incluido quienes han participado en marchas o han sido críticos del gobierno de Ortega en redes sociales. Todos ahora son muy cuidadosos de qué dicen y a quién.
Una mañana hace poco, las pequeñas oficinas del ANPDH estaban repletas de personas que aguardaban para presentar reportes sobre amenazas, violencia y persecución.
José, un barbero que no quiso que se publicara su apellido por miedo, dijo que recibió amenazas de muerte por publicar declaraciones críticas hacia Ortega en redes. Cerró su negocio y huyó de su hogar.
Dijo que hombres con pasamontañas negros llegaron a su casa y arrinconaron a su esposa y sus dos hijos pequeños antes de saquear el lugar; afirmó que hicieron lo mismo con la barbería.
“Me temo que van a hacer algo”, dijo. “Matan, encarcelan, torturan”.
“No hay ley en Nicaragua. No hay ley que pueda defenderte”.
La mayoría de la gente parece estar de acuerdo en que la mejor manera de salir de la crisis es por medio de la negociación política y no por las armas. Todos hablan de la necesidad de que haya diálogo: líderes opositores, funcionarios del gobierno, activistas de derechos humanos, diplomáticos internacionales y hasta transeúntes.
“Ningún lado puede imponer un acuerdo al otro porque eso no terminaría con la violencia”, advirtió Oquist.
Es difícil tratar de medir qué tanto apoyo tiene aún Ortega. Pero quienes todavía lo respaldan hacen eco de sus argumentos: fue legítimamente electo, se debe decidir si se queda en el poder o no según lo que dice la Constitución y la oposición es la que sumió al país en la violencia y el caos.
“El pueblo no va a dejar que se vaya”, dijo Brenda Sandino durante una marcha pro-Ortega el 28 de julio pasado en Managua. A unas cuadras, miles de otras personas realizaban una protesta en contra del mandatario presentada como una manifestación a favor del clero.
“Ha habido algunos errores”, añadió Sandino sobre el gobierno de Ortega, “pero son corregibles”. Cuando pasó un grupo de policías al lado de la calle, les gritó: “¡Los amo!”, y les mandó unos besos.
Muchos advierten que mientras más tiempo dure este punto muerto político más crece la probabilidad de que alguna parte de la oposición tome las armas.
“Debe reanudarse el diálogo”, dijo Oquist, quien predijo que el país se “hundiría en la anarquía” si sacan a Ortega.
La sensación de que el orden de las cosas es muy frágil ya existe, y también se siente como si el deslizamiento a la anarquía ya hubiera comenzado.
En abril empezaron a llegar paracaidistas a ciertas parcelas de tierras privadas en el país para construir asentamientos rudimentarios hechos con plásticos, madera delgada y tablones. A veces irrumpen primero grupos armados que saquean y abren camino para los campamentos improvisados.
Los propietarios y otros críticos del gobierno de Ortega denuncian que estas irrupciones se han gestado como reacción al apoyo de los empresarios al movimiento disidente.
Unas 5260 hectáreas de propiedades privadas —granjas, bosques, zonas mineras y tierras para desarrollo inmobiliario— en siete estados han sido invadidas en 37 intentos de apropiación, según la Unión de Productores Agropecuarios de Nicaragua.
Aunque muchos terratenientes, sin apoyo alguno de las autoridades, dicen que no pueden hacer nada.
“Los propietarios se sienten indefensos”, dijo Julio Munguía, el gerente técnico del organismo.
En un caso, cientos —si no miles— de chozas se han erigido en terrenos privados donde aún no hay desarrollos, en los montes afuera de la capital. Parte del terreno estaba pensado para construcción inmobiliaria, pero los recién llegados dividieron la zona en parcelas y algunos incluso han conseguido electricidad a través de cables con los que roban corriente.
“Esto es por necesidad, por la situación”, dijo Francisco, un maquinista desempleado de 33 años que reclamó parte de la tierra y construyó una choza para su familia. Evitó dar su nombre completo porque, pese a que los terrenos parecen ser gratuitos, ha sido crítico del gobierno de Ortega.
“Nuestra motivación es vivir en tranquilidad y seguros”, indicó. “Antes vivíamos con seguridad, pero explotó como una bomba”.
“Ahora es una lucha de día a día”.