La apasionante realidad de los tiempos que atravesamos supone el reto de vivir una situación en la que los hechos desplazan a las teorías a la velocidad de la luz.
América Latina se enfrentará este año a unas elecciones clave que serán fundamentales para entender por dónde irán las grandes tendencias del comportamiento social de los próximos años. Brasil, Colombia y México son tres ejemplos en los que los millennials —con edades entre 18 y 37 años— serán decisivos para averiguar cómo es el mundo que quieren y cómo se van a comportar frente a las distintas opciones que se van planteando en sus países.
Colombia elegirá sobre los resquicios de la violencia, queriendo reconvertir 52 años de guerra civil en una paz acordada, y abriendo las alamedas y las calles para que los que ayer secuestraban, torturaban y amenazaban puedan incorporarse a las elecciones. En ese sentido, el Gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) olvidaron que los pueblos no solo tienen memoria, cementerios y flores que llevar a las tumbas de los seres queridos que murieron en esa guerra, sino que, además, tienen un Jordán que atravesar, que implica incorporar el perdón y la amnistía en nombre del futuro a los daños y a los muertos del pasado.
Mientras tanto, mientras dilucidamos cuántos millones de millennials van a votar en Colombia, todavía no sabemos qué desean en realidad. ¿Quieren la paz de Santos o la guerra de Uribe? ¿En qué medida vinculan las hipotecas del pasado de sus padres a la construcción del futuro de sus hijos?
Los jóvenes de ahora son una generación libre, pueden hacer lo que quieran, cuando quieran y como quieran. Por eso, la pregunta es inevitable: ¿qué papel van a jugar en las elecciones de Brasil, de Colombia y de México? ¿Qué es lo que han aprendido? ¿Qué mundo es el que quieren?
Ahora son el objeto pasivo de todas las desviaciones de los sistemas. Son los paganos de las deficiencias inmunológicas de un modelo superado por la realidad llamado democracia representativa. Son los dueños del presente y del futuro y muchos de ellos, que votarán por primera vez en unos comicios presidenciales, tendrán la oportunidad de inclinar la balanza.
En Colombia, por la paz o por la guerra, enfrentándose, además, al amenazante monstruo de la abstención. En Brasil, por el Partido de los Trabajadores y la ensoñación de lo que significó el Gobierno de Lula. Y en México, luchando contra la corrupción, la impunidad y contra una clase política que ya no tiene nada que ofrecer.
Estas elecciones decisivas y definitorias se configuran sobre las cenizas del sistema. Por ejemplo, en Brasil no hay razón alguna para que el Parlamento, el Senado o Planalto sigan comportándose igual, puesto que todo eso no impidió ni el megaescándalo de Odebrecht, ni la operación Lava Jato y tampoco —sea verdad o mentira— las corrupciones de Temer, los abusos de Dilma o las irregularidades de Lula.
En el caso de México, no hay ningún motivo que impida la quema de la silla del águila en la hoguera de la indignación popular porque esa silla no ha servido para rescatar lo mejor del pueblo mexicano. Pero, además, se han incorporado a la clase dirigente todo tipo de rémoras sociales y hasta racistas, como demostró el comentario del presidente del gobernante Partido Revolucionario Institucional (PRI) que utilizó el término “prietos”, es decir, gente con piel morena, la mayoría del pueblo mexicano, para denostar a los que están abandonando el partido para irse con la oposición del Movimiento Regeneración Nacional (Morena).
Muchas veces una frase desafortunada como “que coman pasteles” señala el fin de los sistemas. Muchas veces se toca fondo y los únicos que no lo saben son los que están en el agujero.
En este momento, Brasil con casi nueve millones de jóvenes —entre 16 y 19 años— que votarán por primera vez para elegir a su presidente, Colombia con más de 13 millones de votantes potenciales y México con 14 millones —entre 18 y 23 años— que emitirán por primera vez su voto en las elecciones presidenciales son tres ejemplos de la población millennial que representa la nueva cara de América Latina.
El poder está en sus manos y con este dramatismo de cambio sin retorno hay que considerar que, en caso de que no lo usen, la responsabilidad histórica del mundo en el que van a vivir ya no será nuestra —las viejas generaciones—, sino suya. Porque si este mundo ya no se puede recuperar, es su obligación quemarlo. Pero si es recuperable, entonces su obligación es reconstruirlo como nuevos propietarios.
Se acabaron las palabras, se acabaron los tiempos, se acabaron las excusas, es aquí y ahora, y la historia nunca se detiene. Veamos en Brasil, en Colombia y en México a quién arrollará la historia y de dónde vendrá el viento, si del este o del oeste.