Por Valeria Scalisse**
“Hay 10 mil maneras de pertenecer en esta vida y de luchar por su época”.
Del primer contacto que tuve con un niño no acompañado en la Estación Migratoria, es justamente su cara, nombre, estatura, peso, ropa que mi memoria aún no olvida (y probablemente nunca lo haga). Él con tal sólo 9 años de edad decidió emprender su camino hacia EU porque su madre vivía ahí desde hace tiempo y quería conocerla. Su abuela quien lo había cuidado hasta entonces, con una cierta exigencia, le decía que debía irse porque aquí (en algún país de Centroamérica) no tiene ya un lugar como niño, sólo como un futuro pandillero. Razón por la cual, él decide salir de su país, solo y con la esperanza de encontrar a su mamá.
El derecho a vivir en paz para la gran mayoría de los niños, niñas o adolescentes es arrebatado por el simple acto de salir a la calle, de la incapacidad de acudir a la escuela libremente y que en casa viven fantasmas de la migración que empujan a los jóvenes a mirar el desplazamiento como la única solución posible.
El reclutamiento forzado, la violencia generalizada son situaciones normalizadas, que se quedan impregnadas de olor, sabor y color en los rincones de casas abandonadas donde la seguridad es algo intangible porque la emergencia a huir es inevitable.
Así es como se aprende a jugar, a vivir, a reconocer y a encontrar palabras nuevas en el mundo de la migración porque son situaciones que marcan el interior de cualquier persona al dejar una huella difícil de borrar.
No olvidemos que durante la niñez y adolescencia migrante hay más factores de estrés y fantasmas que lidiar: la propia desestructuración y desintegración familiar que genera cambios por tener que asumirlos rápido con el simple objetivo de sobrevivir en el nuevo país de acogida sin embargo, lo que se genera y se perdura en ellos son sentimientos de abandono, tristeza, ansiedad y desprotección. A la falta de herramientas para asumir estos acontecimientos, lo emocional emerge y se materializan en posibles problemas con los pares, con la autoridad y un rendimiento académico pobre.
La función básica de la familia está quebrantajada muchas veces desde el inicio de la vida misma y los niñas, niños y adolescentes enfrentan retos incomprensibles al ser ellos mismos quienes deben de preocuparse por establecer las condiciones mínimas que en teoría la familia debería de proporcionar: comida, agua y techo ocasionado que el desarrollo normal se interrumpa y se salte a responsabilidades y funciones que no son propias de la edad estas complejas situaciones funciona como si fuera un tren de carga: se agregan vagones llenos de estrés, ansiedad, miedo que a la larga son difíciles de transportar, alentan el camino y repercuten la llegada a las estaciones, en este caso a las etapas del desarrollo infantil.
Curiosamente una mujer refería que su hijo no deseaba hablar con ella, cada vez que marcaba a su país, el niño de tan sólo 3 años de edad, le negaba la llamada a su abuela, la madre agobiada por esta situación, pensando en cómo traérselo. No deja de pensar en él y en que la perdone. Con lo único que se responde es con sólo comprender e intentar imaginar que para un niño no tener a su mamá porque migro (o porque se fue) es misterioso e incomprensible, si para nosotros cuando nos cuestionamos por qué nos vinimos, ni siquiera conocemos la respuesta exacta y aún nos duele, ahora entreveamos en lo que un niño tan pequeño no debe de estar entiendo.
En estas últimas semanas como sociedad se han generado sentimientos y emociones negativas hacia los actos que ocurren con nuestro vecino del norte sin embargo, es primordial voltear a ver nuestra propia casa porque debemos de comprender que como comunidad, instituciones y sociedad civil es imperante reconocer nuestras fallas, faltas y discursos, de otro modo sólo les estamos enseñando a jugar a los niños y niñas que el huir es la única alternativa.
*Publicado en animalpolitico.com
**Valeria Scalisse es psicóloga de Sin Fronteras