La brújula del mundo apunta a 2030*

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Laura Zamarriego

Los líderes mundiales se han propuesto 17 objetivos para acabar con la pobreza y la desigualdad en 15 años. ¿Será nuestra generación la primera en conseguirlo?

«You may say I’m a dreamer…», entonaba la cantante Shakira frente a los líderes mundiales reunidos en Naciones Unidas. «Imagine», de The Beatles, fue el tema elegido para dar oficialmente la bienvenida a los 17 Objetivos para el Desarrollo Sostenible (ODS), una agenda global que, si por algo se caracteriza, es por la ambición.

Imaginen que en tan solo 15 años la pobreza hubiera desaparecido en todas sus formas y en todos los rincones del mundo; también el hambre. Imaginen que la cobertura sanitaria fuera universal, y que el sida, la tuberculosis, la malaria y las enfermedades tropicales hasta ahora ignoradas se hubieran erradicado. Imaginen que la vivienda fuera un bien garantizado y la falta de infraestructuras de saneamiento y de agua, cosa del pasado. Imaginen que todos los niños pudieran acceder a una educación básica, secundaria y superior. Imaginen que tener un empleo digno y productivo fuera la norma. «You may say I’m a dreamer…», la voz de Shakira retumbaba en los oídos de los ministros, jefes de estado y representantes de la sociedad civil.

«Las áreas de actuación propuestas por los ODS abarcan desde la caza furtiva hasta la acidificación de los océanos, pasando por el reciclaje, el turismo, la vivienda, la desigualdad, la industrialización, la formación, la irrigación, la mutilación genital, los accidentes de tráfico y el retraso en el crecimiento de los niños. «La ambición queda de manifiesto tanto en la escala como en las miras. Algunos de los avances sugeridos para 2030 son pasmosos», sostiene Charles Kenny, miembro del think tank Center for Global Development. «El utopismo desnudo de los objetivos propuestos abre el interrogante de cuál es su utilidad», dice con escepticismo.

Las mismas críticas recibieron los Objetivos de Desarrollo del Milenio aprobados en el año 2000 y que ahora relevan los ODS. Pero, si bien es cierto que la complejidad y profundidad de los segundos (17 objetivos y 169 metas) es mucho mayor que la de los primeros (8 objetivos), hay un dato que no podemos perder de vista: en 1990, alrededor de 1.900 millones de personas vivían con menos de 1,25 euros al día; desde entonces, esa cifra se ha reducido en más de 1.000 millones.

Pero si algo nos dejaron los ODM fueron lecciones. Una, y quizá la más importante, es que sin atajar la desigualdad no puede garantizarse el fin de la pobreza. Hoy, el 10% más rico de la población se queda hasta con el 40% del ingreso mundial total, mientras el 10% más pobre obtiene solo entre el 2% y 7%. En los países en desarrollo, la desigualdad ha aumentado un 11%. Además, los niños del 20% de los hogares más pobres tienen cuatro veces más probabilidades de no asistir a la escuela que los del 20% más ricos, y el 50% de las personas que viven en zonas rurales no cuenta con instalaciones de saneamiento, en comparación con el 18% de las zonas urbanas. A pesar de que la pobreza extrema ha menguado, a lo largo de los últimos 15 años se ha ampliado la brecha entre unos países y otros, entre hogares ricos y pobres y entre hombres y mujeres (la diferencia salarial global entre ellos y ellas es de un 24%). Además, casi el 60% de las personas extremadamente pobres lo reúnen solo cinco países: India, Nigeria, China, Bangladesh y República Democrática del Congo.

Herencia recibida: un progreso desigual

«La estrategia de los ODM fue construida de Norte a Sur y eso es un error», afirma la presidenta de la Coordinadora Española de ONG para el Desarrollo, Mercedes Ruiz-Giménez. Un statu quo que los BRICS (países emergentes), constituidos como grupo en 2009, están permitiendo desestabilizar. «El PIB agregado de los BRICS es hoy mayor que el de las economías avanzadas cuando se crearon las instituciones de Bretton Woods», recuerda el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz. Lo cierto es que Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica representan una cuarta parte de la economía mundial y casi el 94% del crecimiento económico internacional entre 2007 y 2014.

«Mientras Asia continúa recorriendo a buen ritmo el camino de las tres últimas décadas y se espera que América Latina reduzca de manera constante la brecha entre ricos y pobres, África está en el vagón de cola», alerta Gonzalo Fanjul, director del área de análisis de políticas del instituto ISGlobal. «Eso sí, con un dinamismo que no ha conocido en décadas. Lo que veremos los próximos años es un continente que en buena parte empieza a despegar. No hay que olvidar que África concentra el mayor número de estados fallidos de todo el planeta, pero el crecimiento económico está por encima del 5% anual en varios países, como Senegal, Kenia o Tanzania, donde empieza a haber una clase media, mayor consumo y trasformaciones democráticas», añade.

África es probablemente el ejemplo más claro de los desequilibrios de nuestro sistema de desarrollo: mientras seis de los diez países que experimentaron un mayor crecimiento durante la última década son africanos (se prevé que el crecimiento del PIB en el continente alcance el 5% en 2016), diez de los países más pobres del mundo pertenecen a este continente. «El hecho de que algunos países ‘pobres’ sean ahora potencias mundiales demuestra que la pobreza es un fenómeno muy complejo», explica Luisa Gil, de Economistas Sin Fronteras. «Antes había países pobres y países ricos, Norte y Sur, pero esas ya no son categorías válidas. Hoy en día, la mayor parte de los pobres ya no la reúnen los países de bajos ingresos, sino los países de renta media».

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Para Gina Casar, administradora asociada del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la pobreza es un fenómeno multidimensional y, por tanto, difícil de medir. «Pobreza es vivir por debajo de un ingreso mínimo diario —1,78 euros es el umbral que acaba de fijar el Banco Mundial—, pero también lo es no recibir atención médica, no poder ir la escuela, no tener acceso a agua potable o combustible para cocinar», puntualiza. Según datos del propio PNUD, unos 1.500 millones de personas viven hoy en situación de pobreza multidimensional, con «privaciones superpuestas» en materia de salud, educación e ingresos.

«Los ODM se dirigían a los países en vías de desarrollo como si acabar con la pobreza fuese solo responsabilidad suya. A los países ricos nos reservaban un apartado, el 8. No había un cuestionamiento del modelo de desarrollo. Los ODS, en cambio, parten de una visión más global, universal, que nos compromete a todos. Son un buen punto de partida para demandar medidas a los gobiernos», afirma Luisa Gil. En la nueva Agenda, la contribución de los países ricos ya no se limita a su aportación en la ayuda al desarrollo y se pretende que los países empobrecidos puedan generar recursos a nivel nacional que repercutan en su propio desarrollo.

La doble cara de la cooperación

Ya en los ODM se incluía una cifra mínima para la ayuda oficial al desarrollo: un 0,7% del PIB de los países ricos. Hoy vemos que solo cinco estados —Dinamarca, Luxemburgo, Noruega, Suecia y Reino Unido— han alcanzado el objetivo marcado. La cantidad total de inversión por parte de los países con más recursos aumentó, no obstante, un 66% en términos reales entre los años 2000 y 2014, según datos de la ONU. «La cooperación al desarrollo es absolutamente necesaria. Llegar al 0,7% es un reto que está estratosféricamente por encima del mejor sueño de la ayuda al desarrollo, pero, incluso aunque doblásemos esta cifra, seguiría siendo insuficiente», opina Fanjul, y advierte de que «solo la cobertura universal de salud en África costaría unos 100.000 millones de dólares anuales». «Es necesario que se pongan en marcha iniciativas que abarquen desde el comercio hasta la transparencia fiscal, pasando por las remesas, las subvenciones a la energía y las garantías públicas a las inversiones privadas. En lo que a impacto mundial se refiere, dichas iniciativas empequeñecerían cualquier otra ayuda oficial», sostiene Charles Kenny en declaraciones a Política Exterior. «Al fin y al cabo, la idea de avanzar en el desarrollo hace referencia a que los países consigan cosas por sus propios medios. Los últimos 20 años han sido testigo de muchísimos logros en este sentido y ojalá ocurra lo mismo en los 20 próximos», confía. La propia agenda sobre financiación del desarrollo que se acordó en Addis Abeba a finales de julio establece que «cada país tiene la responsabilidad primordial de su propio desarrollo económico y social» y previene de que «el papel de las políticas nacionales y la estrategias de desarrollo no puede ser exagerado». Fanjul, sin embargo, asegura que «sin ayuda al desarrollo, esta carrera va a ser la jungla: ganará quien tenga más recursos».

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Y las empresas, ¿qué?

Un crecimiento global sostenido y donde cada país sea protagonista de su desarrollo requiere «no solo movilizar recursos de la comunidad internacional, sino promover partenariados público-privados de escala global, regional y nacional», defiende Miguel Ángel Moratinos, exministro de Asuntos Exteriores y presidente de la Red Española del Pacto Mundial (REDS). «Más allá de posiciones a favor o en contra, es importante que las empresas se impliquen en construir otro tipo de desarrollo. La cuestión es el cómo. Porque no sirve que hagan una memoria de responsabilidad social si luego no pagan impuestos donde deben. Con los ODS como telón de fondo, hay que pasar de las buenas intenciones a la práctica y establecer normativas, empezando por algo fundamental: la fiscalidad, una de las contradicciones internas de los ODS», exhorta Luisa Gil.

Según Intermón Oxfam, cada año los países en desarrollo pierden al menos 100.000 millones de dólares por abusos fiscales de grandes multinacionales. Solo en 2011, «los flujos financieros ilícitos ocasionaron a los países en desarrollo pérdidas por valor de más de 630.000 millones de dólares, equivalente al 4,3% de su PIB», indica un reciente informe del Parlamento Europeo. Sorprende por tanto que en la cumbre de Addis Abeba no se aprobase la propuesta del G77 —una coalición de estados en desarrollo— de crear un comité tributario de la ONU capaz de presionar a las compañías multinacionales para impedir la evasión fiscal.El pasado 25 de septiembre, fecha en la que se aprobaron los ODS, hasta el papel higiénico de los baños de la sede neoyorkina de Naciones Unidas recordaba el camino aún por recorrer: «Una de cada tres personas en el mundo no tiene retrete», se leía en cada tira de papel. En la entrada al edificio, una pantalla permitía a los asistentes viajar virtualmente al campo de refugiados de Zaatari (Jordania) y establecer contacto mediante videoconferencia. La cuenta atrás ha empezado, pero aún es pronto para saber si el diplomático italiano del siglo XIX Carlo Dossi estaba en lo cierto cuando decía que «la utopía de un siglo a menudo se convierte en la idea vulgar del siguiente».